Hace no tantos años, cuando se avisaba que entraría a Cozumel un ciclón, don Aurelio Joaquín, hombre de cuerpo largo y alma noble, soñador lo mismo en la alta noche que en la tibia madrugada, se encaminaba hasta una punta de la isla trémula, que lo había visto vivir, y se dejaba tocar por el prodigio que hacía crecer las olas, como barcos, mientras a él le alborotaba los recuerdos. Hizo lo mismo desde joven, pero lo seguía haciendo después de los ochenta, apenas oía crecer el ruido del mar amenazando con adueñ*** de la isla.
En Cozumel, la gente está habituada a los ciclones, sabe que a lo largo de algunos meses, sin duda no estos por los que andamos, pueden llegar y desbarajustarlo todo, pero a eso le entienden, a vivir con eso están dispuestos. Saben cerrar sus casas y recoger sus barcos, vigilar sus puertas y desde luego arrastrar hacia adentro a los soñadores que, como hacía Don Aurelio, se suben a la cuesta a ver crecer el agua amenazante, altiva y bella como sólo puede ser el agua cuando crece. A enfrentar los ciclones están acostumbrados quienes viven en el Caribe, quienes lo conocen y lo veneran. A recuperarse de su paso bravío también están habituados, lo que no entienden es esto de ahora, este silencio hostil, este abandono, este miedo a la nada que ha dejado sus playas sin visitas, sus muelles sin cruceros, su inmensa calidez despojada. Dice Pedro Joaquín, mi bien nacido amigo del alma cuya matria es Cozumel, que los habitantes de la isla no saben qué hacer con esta pérdida, no saben cómo van a lidiar sus negocios, su espíritu, con esto de que la gente le tema al paraíso que es su mundo. Quienes no han visto Cozumel tienen perdido un prodigio, les juro que del tamaño de Venecia. Oigo a Pedro contarme que su isla está vacía, que han cancelado los turistas, que ahí ahora no se detienen los barcos, y me muero de furia y de curiosidad. Me toma el cuerpo una contradicción vergonzosa. Me da pena saberlo, lo último que hubiera yo deseado es que esto sucediera, pero pienso en Cozumel casi vacío, y se antoja tan hermoso como debió ser cuando Don Aurelio Joaquín, que ahora tendría cien años, lo vivió. Seguro se verán como antes las golondrinas en la tarde, el sol anaranjado contra la costa, el arrecife impávido, las estrellas insólitas. Cozumel sin turistas: qué infortunio para los turistas, qué tragedia para quienes cambiarán su tiempo ahí por su tiempo en cualquier otra parte del mundo. Yo voy a ir a mirarlo, voy a traerme su arena de pequeños diamantes en los ojos y en un frasco de cristal con caracoles color de rosa. Y quisiera invitarlos a venir, a no perderse el cielo, la bendición de su agua, el aroma salado y tibio de su viento al anochecer.